A Gabriela, a Saramago, y a las flores.
Guti llevaba tres días caminando por el campo. Cada vez que veía una flor, la saludaba, le ponía nombre y, lleno de alegría, seguía caminando. Hacía lo mismo con los árboles, los pájaros, y a veces, incluso saludaba a las nubes. Guti era un niño muy feliz, sobre todo cuando caminaba por el campo. Nada le gustaba más que caminar y caminar hasta perderse. Entonces, sin darse cuenta, caminó tanto que llegó al final del campo. Y justamente, donde terminaba el campo, comenzaba Marte. Guti no se preguntaba cómo había llegado ahí, ni por qué comenzaba, al final del campo, el planeta Marte; mucho menos cómo haría para regresar a su casa. Él sólo se preguntaba una cosa. ¿Ir o no ir? Y Guti fue.
Siguió caminando, saludando flores y árboles y aves y nubes. Siguió caminando, feliz, como siempre, hasta que encontró frente a él una colina. No podía ni quería ni debía detenerse. Guti subió la colina, y ésta colina era tan grande, que le tomó otros tres días llegar hasta la cima. Finalmente llegó, un poco cansado, a la cima, y, aún con una sonrisa en su carita de mazapán, lo que vio le apachurró el corazón, lo llenó de tristeza, y hasta hizo que el cielo se pusiera un poco gris. Ahí estaba la flor más grande del mundo, la más bella... Lamentablemente para el mundo, estaba marchitándose, olvidada por todos.
Guti tenía un corazón tan grande, pero de veras, tan grande, que no pudo hacer otra cosa, sino ayudar a la bonita flor. El río más cercano estaba muy lejos de ahí, realmente lejos de ahí, pero eso no importaba; él corrió y corrió y corrió. A toda velocidad, atravesó mil mares, subió mil montañas, brincó mil planetas... Recorrió el Universo entero, todo por la dulce flor que cerca estaba de secarse para siempre. Finalmente llegó a la orilla del río, y en sus manos cargó toda el agua que pudo, y corrió aún más rápido para llegar con la flor lo más pronto posible. Cuando Guti llegó con la flor, en sus manos sólo quedaban tres gotas. Como si fuera todo un lago, la flor, cada vez más débil, bebió las gotas que le llevó aquel niño soñador, y con esas gotas comenzó a sentirse mejor. Tristemente, no eran suficientes... Trescientos años de olvido no se van con tres gotitas. Guti volvió a atravesar el universo, corriendo una y otra vez sobre montañas y planetas, hasta que la flor quedó contenta y sin sed. Y creció. La flor creció hasta alcanzar a las nubes, y hasta cosquillas les hizo con sus pétalos y sus hojas. Guti estaba tan feliz de ver una flor tan grande y tan hermosa, que de sus ojos salieron unas cuantas lágrimas. Pero también estaba cansado por tanto correr, y a la sombra de la flor, que era muy grande (la sombra...y también la flor...) durmió un poco.
Los padres de Guti no podían encontrarlo. Llevaban toda una semana sin verlo, y con vecinos y familiares y algunos cuantos amigos de otros mundos, salieron a buscarlo. Fueron a Júpiter y a Saturno y a Japón y a Xochimilco, pero nada. Hasta que, casi dándose por vencidos (es bien sabido que los adultos pueden ser tan distraídos), vieron una flor ENORME al otro lado del campo. Subieron la colina y vieron a Guti, muy tranquilo, durmiendo a la sombra de la flor. Lo llevaron de regreso a su aldea, y ahora todos lo veían con mucho respeto, pues gracias a aquel chamaco alegre y de buen corazón, la flor más bella y más grande de todo el mundo vivió otra vez, por un millón y medio de años, y nunca nadie volvió a olvidarse de ella.